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El leopardo en su árbol

Hubo una vez en la selva un leopardo muy nocturno. Apenas podía dormir por las noches, y tumbado sobre la rama de su precioso árbol, se dedicaba a mirar lo que ocurría en la selva durante la noche. Fue así como descubrió que en aquella selva había un ladrón, observándole pasar cada noche a la ida con las manos vacías, y a la vuelta con los objetos robados durante sus fechorías. Unas veces eran los plátanos del señor mono, otras la peluca del león o las manchas de la cebra, y un día hasta el colmillo postizo que el gran elefante solía llevar el secreto.
Pero como aquel leopardo era un tipo muy tranquilo que vivía al margen de todo el mundo, no quiso decir nada a nadie, pues la cosa no iba con él, y a decir verdad, le hacía gracia descubrir esos secretillos.

Así, los animales llegaron a estar revolucionados por la presencia del sigiloso ladrón: el elefante se sentía ridículo sin su colmillo, la cebra parecía un burro blanco y no digamos el león, que ya no imponía ningún respeto estando calvo como una leona. Así estaban la mayoría de los animales, furiosos, confundidos o ridículos, pero el leopardo siguió tranquilo en su árbol, disfrutando incluso cada noche con los viajes del ladrón.

Sin embargo, una noche el ladrón se tomó vacaciones, y después de esperarlo durante largo rato, el leopardo se cansó y decidió dormir un rato. Cuando despertó, se descubrió en un lugar muy distinto del que era su hogar, flotando sobre el agua, aún subido al árbol. Estaba en un pequeño lago dentro de una cueva, y a su alrededor pudo ver todos aquellos objetos que noche tras noche había visto robar… ¡el ladrón había cortado el árbol y había robado su propia casa con él dentro!. Aquello era el colmo, así que el leopardo, aprovechando que el ladrón no estaba por allí, escapó corriendo, y al momento fue a ver al resto de animales para contarles dónde guardaba sus cosas aquel ladrón…

Todos alabaron al leopardo por haber descubierto al ladrón y su escondite, y permitirles recuperar sus cosas. Y resultó que al final, quien más salió perdiendo fue el leopardo, que no pudo replantar su magnífico árbol y tuvo que conformarse con uno mucho peor y en un sitio muy aburrido… y se lamentaba al recordar su indiferencia con los problemas de los demás, viendo que a la larga, por no haber hecho nada, se habían terminado convirtiendo en sus propios problemas.

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¿Por qué los gallos cantan de día?

Una antigua leyenda filipina cuenta que, al principio de los tiempos, vivían en el cielo tres hermanos que se querían mucho: el brillante y cálido sol, la pálida pero hermosísima luna, y un gallo charlatán que se pasaba el día canturreando.

Los tres hermanos se llevaban muy bien y solían repartirse las tareas de la casa. Cada mañana,  era el sol quien tenía la misión más importante que realizar: abandonar el hogar familiar para iluminar y calentar la tierra. Era muy consciente de que sin su trabajo, no existiría la vida en el planeta. Mientras tanto, la luna y el gallo hacían las labores domésticas, como recoger la cocina, regar las plantas y cuidar sus tierras.

Una tarde, la luna le dijo al gallo:

– Hermanito, ya casi es de noche. El sol  está a punto de regresar del trabajo  y quiero que la cena esté preparada a tiempo. Mientras termino de hacerla,  ocúpate de llevar  las vacas al establo ¡Está refrescando y quiero que duerman calentitas!

El gallo, que acababa de tumbarse en el sofá, respondió de mala gana:

– ¡Uy, no, qué dices! He hecho toda la colada y he planchado una montaña de ropa más  alta que el monte Everest ¡Estoy agotado y quiero descansar!

¡La luna se enfadó muchísimo!  Se acercó a él, le agarró por la cresta y muy seria, le advirtió:

– ¡El sol y yo trabajamos sin parar y jamás dejamos de lado nuestras obligaciones! ¡Ahora mismo vas a salir a llevar las vacas al establo  como te he ordenado!

Ni el doloroso tirón de cresta consiguió amedrentarle; al contrario, el gallo se reafirmó en su decisión:

– ¡No, no y no! ¡No me apetece y no lo voy a hacer!

La luna, perdiendo los nervios, le gritó:

– ¿Ah, sí? ¡Pues tú te lo has ganado! ¡Aquí no hay sitio para los vagos! ¡Fuera del cielo para siempre!

Indignada, lo sujetó con fuerza,  echó el brazo hacia atrás y con un movimiento firme lo lanzó al espacio dando volteretas, rumbo a la tierra.

Al cabo de un rato, el sol regresó a casa y se encontró con su hermana la luna, que venía de recoger  el ganado.

– ¡Hola, hermanita!

– ¡Hola! ¿Qué tal te ha ido el día?

– Muy bien, sin novedades. Por cierto… No veo por aquí a nuestro hermanito el gallo.

La luna enrojeció de rabia y levantando la voz, le dijo:

– ¡No está porque acabo de echarle de casa! ¡Es un egoísta! Le tocaba hacer las tareas del establo y se negó en rotundo ¡Menudo caradura!

– ¿Qué me estás contando? ¿Estás loca? ¿Cómo has podido hacer algo así?… ¡Es tu hermano!

– ¡Ni hermano ni nada! ¡Me puso de muy mal humor! ¡Sólo piensa en sí mismo y se merecía un buen castigo!

El sol no daba crédito a lo que estaba escuchando y se enfureció con la luna.

– ¡Lo que acabas de hacer es imperdonable! A partir de ahora, no quiero saber nada más de ti. Yo trabajaré durante el día como siempre y tú saldrás a trabajar por la noche. Cada uno irá por su lado y así no volveremos a vernos.

–  ¡Pero eso no es justo!…

–  ¡No hay nada más que hablar!  En cuanto a nuestro hermano gallo, hablaré con él. Le rogaré que me despierte cada mañana desde la tierra con su canto para poder seguir estando en contacto con él, pero también le pediré que se oculte en un gallinero por las noches  para que no tenga que verte a ti.

Tal y como cuenta esta leyenda, desde ese momento, el sol y la luna empezaron a trabajar  por turnos. El sol salía muy temprano y cuando regresaba al hogar, la luna ya no estaba porque se había ido con las estrellas a dar brillo a la oscura noche. Al terminar su tarea, antes del amanecer, volvía a casa,  pero el madrugador sol ya se había ido. Jamás volvieron a encontrarse ni a cruzar una sola palabra.

El gallo, cómo no, recibió el mensaje del sol y se comprometió a despertarle cada mañana con su potente kikirikí. A partir de entonces se convirtió en el animal encargado de dar la bienvenida al nuevo día.  Se acostumbró muy bien a vivir en una granja y a esconderse en el gallinero nada más ver la blanca luz de la luna surgir entre la oscuridad.

Este ritual se ha mantenido durante miles de años hasta nuestros días. Tú mismo podrás comprobarlo disfrutando de un bello amanecer en el campo o de una hermosa puesta de sol frente al mar.

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El pez de oro

Había una vez una pareja de ancianos muy pobres que vivía junto a la playa en una humilde cabaña. El hombre era pescador, así que él y su mujer se alimentaban básicamente de los peces que caían en sus redes.

Un día, el pescador lanzó la red al agua y tan sólo recogió un pequeño pez. Se quedó asombradísimo cuando vio que se trataba de un pez de oro que además era capaz de hablar.

– ¡Pescador, por favor, déjame en libertad! Si lo haces te daré todo lo que me pidas.

El anciano sabía que si lo soltaba perdería la oportunidad de venderlo y ganar un buen dinero, pero sintió tanta pena por él que desenmarañó la red y lo devolvió al mar.

– Vuelve a la vida que te corresponde, pescadito ¡Mereces ser libre!

Cuando regresó a la cabaña su esposa se enfadó muchísimo al comprobar que se presentaba con las manos vacías, pero su ira creció todavía más cuando el pescador  le contó que en realidad había pescado un pez de oro y lo había dejado en libertad.

– No me puedo creer lo que me estás contando… ¿Tú sabes lo que vale un pez de oro? ¡Nos habrían dado una fortuna por él! Al menos podías haberle pedido algo a cambio, aunque fuera un poco de pan para comer.

El buen hombre recordó que el pez le había dicho que podía concederle sus deseos, y ante las quejas continuas de su mujer, decidió regresar al a orilla.

– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!

La cabecita dorada surgió de las aguas y se quedó mirando al anciano.

– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?

– Mi mujer quiere pan para comer porque hoy no tenemos nada que llevarnos a la boca ¿Podrías conseguirme un poco?

– ¡Por supuesto! Vuelve con tu esposa y tendrás pan más que suficiente para varios días.

El anciano llegó a su casa y se encontró la cocina llena de crujiente y humeante pan por todas partes. Contra todo pronóstico, su mujer no estaba contenta en absoluto.

– Ya tienes el pan que pediste… ¿Por qué estás tan enfurruñada?

– Sí, pan ya tenemos, pero en esta cabaña no podemos seguir viviendo. Hay goteras por todas partes y el frío se cuela por las rendijas. Dile a ese pez de oro amigo tuyo que nos  consiga una casa más decente ¡Es lo menos que puede hacer por ti ya que le has salvado la vida!

Una vez más, el hombre caminó hasta la orilla del mar.

– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!

– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?

– Mi mujer está disgustada porque nuestra cabaña se cae a pedazos. Quiere una casa  nueva más cómoda y confortable.

– Tranquilo, yo haré que ese deseo se cumpla.

– Muchísimas gracias.

Se dio la vuelta dejando al pez meciéndose entre las olas. Al llegar a su hogar, la cabaña había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una coqueta casita de piedra que hasta tenía un pequeño huerto para cultivar hortalizas.

Su mujer estaba peinándose en la habitación principal.

– ¡Imagino que ahora estarás contenta! ¡Esta casa nueva es una monada y más grande que la que teníamos!

– ¿Contenta? ¡Ni de broma! No has sabido aprovecharte de la situación ¡Ya que pides, pide a lo grande! Vuelve ahora mismo y dile al pez de oro que quiero una casa lujosa  y con todas las comodidades que se merece una señora de mi edad.

– Pero…

– ¡Ah, y nada de huertos, que no pienso trabajar en lo que me queda de vida! ¡Dile que prefiero un bonito jardín para dar largos paseos en primavera!

El hombre estaba harto y le parecía absurdo pedir cosas que no necesitaban, pero por no oír los lamentos de su esposa, obedeció y acudió de nuevo a la orilla del mar.

– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!

– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?

– Siento ser tan pesado pero mi mujer sueña con una casa y una vida más lujosa.

– Amigo, no te preocupes. Hoy mismo tendrá una gran casa y todo lo que necesite para vivir en ella ¡Incluso le pondré servicio doméstico para que ni siquiera tenga que cocinar!

– Muchas gracias, amigo pez. Eso más de lo que nunca soñamos.

Casi se le salen los ojos de las órbitas al llegar a su casa y encontrarse una mansión rodeada de jardines repletos de plantas exóticas y hermosas fuentes de agua.

– Madre mía… ¡qué barbaridad! Esto es digno de un rey y no de un pobre pescador como yo.

Entró y el interior le pareció fastuoso: muebles de caoba, finísimos jarrones chinos, cortinas de terciopelo, vajillas de plata… ¡Todo era tan deslumbrante que no sabía ni a dónde mirar!

Creía que lo había visto todo cuando su mujer apareció ataviada con un vestido de tul rosa, y enjoyada  de arriba abajo. No venía sola sino seguida de tres doncellas y tres lacayos.

– ¡Esto es increíble! ¡Jamás había visto una casa tan grande y tan bonita! ¡Y tú, querida,  estás impresionantemente guapa y elegante!…  Imagino que ahora sí estarás satisfecha… ¡Hasta tenemos criados!

Con aires de emperatriz, la anciana contestó:

– ¡No, no es suficiente! ¿Todavía no te has dado cuenta de lo importante que sería capturar ese pez y tenerlo siempre a nuestra disposición? Podríamos pedirle lo que nos diera la gana a cualquier hora del día o de la noche ¡Lo tendríamos todo al alcance de la mano!

¡La ambición de la mujer no tenía límites! Antes de que el pobre pescador dijera algo, sacó a relucir el plan que había maquinado para hacerse con el pececito de oro.

– Atraparlo es difícil, así que lo mejor será ir por las buenas. Ve al mar y dile al pez de oro que quiero ser la reina del mar.

– ¿Tú… reina del mar? ¿Para qué?

– ¡Que no te enteras de nada, zoquete! Todos los seres que viven en el mar han de obedecer a su reina sin rechistar. Yo, como reina, le obligaría a vivir aquí.

– ¡Pero yo no puedo pedirle eso!

– ¡Claro que puedes, así que lárgate a la playa ahora mismo! O consigues el cargo de reina del mar para mí o no vuelves a entrar en esta casa ¿Te queda claro?

Dio tal portazo que el marido, atemorizado, salió corriendo y llegó hasta la orilla una vez más. Con mucha vergüenza llamó al pez.

– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!

– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?

– Mi mujer insiste en seguir pidiendo ¡Ahora quiere ser la reina del mar para ordenarte que vivas en nuestra casa y trabajes para ella!

El pez se quedó en silencio ¡Esa mujer había llegado demasiado lejos! No sólo estaba abusando de él sino que encima lo tomaba por tonto. Miró con pena al anciano  y de un salto se sumergió en las profundidades del mar.

– Pececito de oro, quiero hablar contigo ¡Sal a la superficie, por favor!

Desgraciadamente el pez había perdido la paciencia y no volvió a asomarse.

El hombre regresó a su casa y se quedó hundido cuando vio que todo se había esfumado. Ya no había fuentes, ni jardines, ni palacete ni sirvientes.  Frente a él volvía a estar la pobre y solitaria cabaña de madera en la que siempre habían vivido. Tampoco su mujer era ya una refinada dama envuelta en tules, sino la esposa de un humilde pescador, vestida con una falda hecha de retales y zapatillas de cuerda.

¡Adiós al sueño de tenerlo todo! Muy a su pesar los dos tuvieron que continuar con su vida de trabajo y sin ningún tipo de lujos. Nunca volvieron a saber nada de aquel pececito agradecido y generoso que les había dado tanto. La ambición sin límites tuvo su castigo.

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La piel del cocodrilo

La piel del cocodrilo Cuenta la leyenda africana que, antes de que el hombre habitara la Tierra, el cocodrilo tenía una piel suave, lisa y dorada que resplandecía con los rayos del sol y a la luz de la luna.

El cocodrilo se pasaba todo el día sumergido en las aguas fangosas protegiendo su piel del sol y solo salía de noche. Los otros animales del pantano comenzaron a notar la belleza de la piel del cocodrilo y llegaban en manada para admirarlo.

El cocodrilo se sintió muy orgulloso de su piel y comenzó a salir durante el día para deleitarse con la admiración de los otros animales. Cada día, pasaba más y más tiempo fuera de las aguas fangosas, exponiendo su piel a los abrasadores rayos del sol africano.

—Soy muy hermoso, ¿no les parece? —les preguntaba a sus admiradores.

—¡Claro que sí! —respondían todos deslumbrados.

Pronto, los animales se cansaron de la actitud presumida del cocodrilo y dejaron de visitarlo.

El cocodrilo, con la esperanza de recuperar la atención perdida, pasó todo el día, todos los días, bajo el sol. Su piel se tornó gris, abultada y escamosa.

El cocodrilo nunca se recuperó de la vergüenza e incluso hoy desaparecerá de la vista ante la presencia de otros, dejando solo sus ojos y sus fosas nasales sobre la superficie del agua.

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Cuento del pollito pito

Cuento del pollito pito Un día Pollito Pito fue al bosque y ¡pum! le cayó una ciruela en la cabeza.

—¡Ay! ¿Qué es esto? —se dijo muy asustado—. El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Voy de prisa a darle la noticia

Camina que camina se encontró con Gallina Fina:

—Buen día, Pollito Pito. ¿Dónde vas tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Voy de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al rey.

Y allá fueron los dos, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Gallo Malayo.

—Buen día, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey.

Y allá fueron los tres, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Pato Zapato.

—Buen día, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey.

Y allá fueron los cuatro, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Ganso Garbanzo.

—Buen día, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey.

Y allá fueron los cinco, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Pavo Centavo:

—Buen día, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey. Y allá fueron los seis, Pavo Centavo, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Zorra Cachorra.

—Buen día, Pavo Centavo, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia. Entonces dijo la zorra relamiéndose los bigotes:

—Pues yo voy también a decírselo al Rey. Pero el camino es largo; vamos por el atajo. Pollito Pito y sus amigos contestaron:

—Zorra Cachorra, no te hagas la buena; sabemos que el atajo lleva a tu cueva. Zorra Cachorra, no somos bobos; vamos a ver al Rey, pero vamos solos.

Y los seis salieron volando. Y volando y volando llegaron al palacio del Rey:

—Escucha, Rey amado, el cielo se ha rajado. Mándalo a componer porque se va a caer. El Rey les dio las gracias con mucha amabilidad y a cada uno le regaló una medalla de oro, nuevecita.

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El canto del grillo

El canto del grillo Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en una pequeña aldea de Guatemala, un grillo solitario que vivía bajo la sombra de un árbol. El grillo era feliz cantando de noche y de día, pues sabía que su canto alegraba las vidas de los aldeanos.

Las mujeres, los hombres y los niños no necesitaban encender la tele o escuchar la radio para conocer el estado del tiempo; el variado repertorio del grillo era un mensaje directo de la naturaleza. Este anunciaba los días de sol y de lluvia, los vientos desencadenados y hasta los terremotos.

Los aldeanos se maravillaban con las proezas del grillo y comenzaron a adularlo:

—¡Qué hermoso cantas! ¡Qué necesario eres! ¡Sin ti no seríamos felices! —le decían al unísono.

Fue entonces, que el grillo comenzó a sentirse más importante que los demás:

—Mi canto no solo es hermoso, sino también necesario —pensó—. ¿Qué hago en un lugar tan pequeño y remoto como esta aldea en medio de la nada? ¡Debo encontrar una mejor audiencia! Ya lo sé, le cantaré al mar, al enorme e infinito mar.

El grillo empacó todas sus cosas y se dirigió hacia el mar apenas despidiéndose de los aldeanos.

El viaje fue muy largo y tomó muchísimos días. Pero comenzó a cantar tan pronto se acercó a la orilla. Sin embargo, el mar cantaba su propio canto y nunca se detenía.

El canto del mar era muy fuerte y ahogaba el cantar del pequeño insecto.

El grillo insistió en su canto por mucho tiempo, hasta comprender que su cantar nunca superaría el canto del mar:

—Regresaré a la aldea, no tendré una gran audiencia, pero mi canto es apreciado por todos —se dijo.

Al regresar no encontró lo que esperaba: sin su canto las mujeres y los hombres no sabían cuándo sembrar y cosechar. En tiempos de lluvia los niños llegaban empapados a sus casas, pues no empacaban sus sombrillas. La aldea era un lugar sombrío y triste.

En ese momento el grillo comenzó a cantar. Las mujeres, los hombres y los niños fueron felices de nuevo. También lo fue el grillo al saber que su canto era en realidad importante.

Moraleja: su audiencia era pequeña, pero su propósito era enorme.

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El león y el mosquito

El león y el mosquito Un león descansaba bajo la sombra de un frondoso árbol cuando un mosquito pasó zumbando a su alrededor. Enfurecido, el león le dijo al mosquito:

—¿Cómo te atreves a acercarte tanto? Vete, o te destruiré con mis garras.

Sin embargo, el mosquito era muy jactancioso y conocía bien sus propias habilidades y las ventajas de su diminuto tamaño.

—¡No te tengo miedo! —exclamó el mosquito—. Puedes ser mucho más fuerte que yo, pero tus afilados dientes y garras no me harán el menor daño. Para comprobarlo, te desafío a un combate.

En ese momento, el mosquito atacó al león picándolo en la nariz, las orejas y la cola. El león, aún más enfurecido a causa del dolor, intentó atrapar al mosquito, pero terminó lastimándose gravemente con sus garras.

Lleno de orgullo, el mosquito comenzó a volar sin mirar hacia a donde iba. Fue de esta manera que tropezó con una telaraña y quedó atrapado entre los hilos de seda. Entonces, se dijo entre lamentos:

– Qué triste es mi final; vencer al rey de todas las bestias y acabar devorado por una insignificante araña.

Moraleja: Ninguna victoria dura para siempre.

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El león y el ratón

El león y el ratón En un día muy soleado, dormía plácidamente un león cuando un pequeño ratón pasó por su lado y lo despertó. Iracundo, el león tomó al ratón con sus enormes garras y cuando estaba a punto de aplastarlo, escuchó al ratoncito decirle:

—Déjame ir, puede que algún día llegues a necesitarme.

Fue tanta la risa que estas palabras le causaron, que el león decidió soltarlo.

Al cabo de unas pocas horas, el león quedó atrapado en las redes de unos cazadores. El ratón, fiel a su promesa, acudió en su ayuda. Sin tiempo que perder, comenzó a morder la red hasta dejar al león en libertad.

El león agradeció al ratón por haberlo salvado y desde ese día comprendió que todos los seres son importantes.

Moraleja: No menosprecies a los demás, todos tenemos las cualidades que nos hacen muy especiales.

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Cuento de la gallinita roja

Cuento de la gallinita roja Érase una vez una gallinita roja que encontró un grano de trigo.

—¿Quién plantará este grano? —preguntó.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

Y plantó el grano de trigo y este creció muy alto.

—¿Quién cortará este trigo? —preguntó la gallinita roja.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

—¿Quién llevará el trigo al molino para hacer la harina? —preguntó la gallinita roja.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

Llevó el trigo al molino y más tarde regresó con la harina.

—¿Quién amasará esta harina? —preguntó la gallinita roja.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

La gallinita amasó la harina y luego horneó el pan.

—¿Quién se comerá este pan? —preguntó la gallinita roja.

—Yo —dijo el perro.

—Yo —dijo el gato.

—Yo —dijo el cerdo.

—No, me lo comeré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

Y se comió todo el pan.

Moraleja: No esperes recompensa sin colaborar con el trabajo.

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El canto del grillo

El canto del grillo Cuento Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en una pequeña aldea de Guatemala, un grillo solitario que vivía bajo la sombra de un árbol. El grillo era feliz cantando de noche y de día, pues sabía que su canto alegraba las vidas de los aldeanos.

Las mujeres, los hombres y los niños no necesitaban encender la tele o escuchar la radio para conocer el estado del tiempo; el variado repertorio del grillo era un mensaje directo de la naturaleza. Este anunciaba los días de sol y de lluvia, los vientos desencadenados y hasta los terremotos.

Los aldeanos se maravillaban con las proezas del grillo y comenzaron a adularlo:

—¡Qué hermoso cantas! ¡Qué necesario eres! ¡Sin ti no seríamos felices! —le decían al unísono.

Fue entonces, que el grillo comenzó a sentirse más importante que los demás:

—Mi canto no solo es hermoso, sino también necesario —pensó—. ¿Qué hago en un lugar tan pequeño y remoto como esta aldea en medio de la nada? ¡Debo encontrar una mejor audiencia! Ya lo sé, le cantaré al mar, al enorme e infinito mar.

El grillo empacó todas sus cosas y se dirigió hacia el mar apenas despidiéndose de los aldeanos.

El viaje fue muy largo y tomó muchísimos días. Pero comenzó a cantar tan pronto se acercó a la orilla. Sin embargo, el mar cantaba su propio canto y nunca se detenía.

El canto del mar era muy fuerte y ahogaba el cantar del pequeño insecto.

El grillo insistió en su canto por mucho tiempo, hasta comprender que su cantar nunca superaría el canto del mar:

—Regresaré a la aldea, no tendré una gran audiencia, pero mi canto es apreciado por todos —se dijo.

Al regresar no encontró lo que esperaba: sin su canto las mujeres y los hombres no sabían cuándo sembrar y cosechar. En tiempos de lluvia los niños llegaban empapados a sus casas, pues no empacaban sus sombrillas. La aldea era un lugar sombrío y triste

En ese momento el grillo comenzó a cantar. Las mujeres, los hombres y los niños fueron felices de nuevo. También lo fue el grillo al saber que su canto era en realidad importante.