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Pinocho

Pinocho Érase una vez un anciano carpintero llamado Gepeto que era muy feliz haciendo juguetes de madera para los niños de su pueblo.

Un día, hizo una marioneta de una madera de pino muy especial y decidió llamarla Pinocho. En la noche, un hada azul llegó al taller del anciano carpintero:

—Buen Gepeto —dijo mientras el anciano dormía—, has hecho a los demás tan felices, que mereces que tu deseo de ser padre se haga realidad. Sonriendo, el hada azul tocó la marioneta con su varita mágica:

—¡Despierta, pequeña marioneta hecha de pino… despierta! ¡El regalo de la vida es tuyo!

Y en un abrir y cerrar de ojos, el hada azul dio vida a Pinocho.

—Pinocho, si eres valiente, sincero y desinteresado, algún día serás un niño de verdad —dijo el hada azul—. Luego se volvió hacia un grillo llamado Pepe Grillo, que vivía en la alacena de Gepeto.

—Pepe Grillo — dijo el hada azul—, debes ayudar a Pinocho. Serás su conciencia y guardián del conocimiento del bien y del mal.

Al día siguiente, Gepeto envió con orgullo a su pequeño niño de madera a la escuela, pero como era tan pobre, tuvo que vender su abrigo para comprar los libros escolares:

—Pinocho, Pepe Grillo te mostrará el camino —dijo Gepeto—. Por favor, no te distraigas y llega a la escuela a tiempo.

Pinocho salió de casa, pero nunca llegó a la escuela. En cambio, decidió ignorar los consejos de Pepe Grillo y vender los libros para comprar un tiquete para el teatro de marionetas. Cuando Pinocho comenzó a bailar con las marionetas, el titiritero sorprendido con las habilidades del niño de madera, le preguntó si quería unirse a su espectáculo de marionetas. Pinocho aceptó alegremente.

Sin embargo, las intenciones del malvado titiritero eran muy diferentes; su plan era hacerse rico con la única marioneta con vida en el mundo. De inmediato, encerró a Pinocho y a Pepe Grillo en una jaula. Fue entonces que Pinocho reconoció su error y comenzó a llorar. El hada azul apareció de la nada.

Aunque el hada azul conocía las razones por las cuales Pinocho se encontraba atrapado, aun así, le preguntó:

—Pinocho, ¿por qué estás en esta jaula?

Pero Pinocho no quiso contarle la verdad, entonces algo extraño sucedió. Su nariz comenzó a crecer más y más. Cuanto más hablaba, más crecía.

—Cada vez que digas una mentira, tu nariz crecerá — dijo el hada azul.

—Por favor, haz que se detenga—dijo Pinocho—, prometo no mentir de nuevo.

Al día siguiente, camino a la escuela, Pinocho conoció a un niño:

—Ven conmigo al País de los Juguetes. ¡En este lugar todos los días son vacaciones! —dijo el niño con emoción—. Hay juguetes y golosinas y lo mejor de todo, ¡no tienes que ir a la escuela!

Olvidando nuevamente los consejos del hada azul y Pepe Grillo, Pinocho salió corriendo con el niño al País de los Juguetes. Al llegar, se divirtió muchísimo jugando y comiendo golosinas.

De pronto, las orejas de Pinocho y los otros niños del País de los Juguetes comenzaron a hacerse muy largas. Por no querer ir a la escuela, ¡se estaban convirtiendo en burros!

Convertidos en burros, Pinocho y los niños llegaron a un circo. El maestro de ceremonias hizo que Pinocho trabajara para el circo sin descanso. Allí, Pinocho se lastimó la pierna mientras hacía trucos. Enojado, el maestro de ceremonias lo tiró al mar junto con Pepe Grillo.

En el agua, el hechizo se rompió y Pinocho volvió a su forma de marioneta, pero una ballena que nadaba cerca abrió su enorme boca y se lo tragó entero. En la oscuridad del estómago de la ballena, Pinocho lloró mientras que Pepe Grillo intentaba consolarlo. Fue en ese momento que vio a Gepeto en su bote:

—Hijo mío, te estaba buscando por tierra y mar cuando la ballena me tragó. ¡Estoy tan contento de haberte encontrado! —dijo Gepeto.

Los dos se abrazaron encantados.

—De ahora en adelante seré bueno y responsable—, prometió Pinocho entre lágrimas.

Aprovechando que la ballena dormía, Gepeto, Pinocho y Pepe Grillo prendieron una fogata dentro de ella y saltaron de su enorme boca cuando el fuego la hizo estornudar. Luego, navegaron hasta llegar a casa. Pero Gepeto cayó enfermo, Pinocho lo alimentó y cuidó con mucho esmero y dedicación.

—Papá, iré a la escuela y trabajaré mucho para llenarte de orgullo— dijo Pinocho.

Cumpliendo su promesa, Pinocho estudió mucho en la escuela. Entonces un día sucedió algo maravilloso. El hada azul apareció y le dijo:

—Pinocho, eres valiente, sincero y tienes un corazón bondadoso y desinteresado, mereces convertirte en un niño de verdad.

Y fue así como el niño de madera se convirtió en un niño de verdad. Gepeto y Pinocho vivieron felices para siempre.

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La piel del cocodrilo

La piel del cocodrilo Cuenta la leyenda africana que, antes de que el hombre habitara la Tierra, el cocodrilo tenía una piel suave, lisa y dorada que resplandecía con los rayos del sol y a la luz de la luna.

El cocodrilo se pasaba todo el día sumergido en las aguas fangosas protegiendo su piel del sol y solo salía de noche. Los otros animales del pantano comenzaron a notar la belleza de la piel del cocodrilo y llegaban en manada para admirarlo.

El cocodrilo se sintió muy orgulloso de su piel y comenzó a salir durante el día para deleitarse con la admiración de los otros animales. Cada día, pasaba más y más tiempo fuera de las aguas fangosas, exponiendo su piel a los abrasadores rayos del sol africano.

—Soy muy hermoso, ¿no les parece? —les preguntaba a sus admiradores.

—¡Claro que sí! —respondían todos deslumbrados.

Pronto, los animales se cansaron de la actitud presumida del cocodrilo y dejaron de visitarlo.

El cocodrilo, con la esperanza de recuperar la atención perdida, pasó todo el día, todos los días, bajo el sol. Su piel se tornó gris, abultada y escamosa.

El cocodrilo nunca se recuperó de la vergüenza e incluso hoy desaparecerá de la vista ante la presencia de otros, dejando solo sus ojos y sus fosas nasales sobre la superficie del agua.

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Cuento del pollito pito

Cuento del pollito pito Un día Pollito Pito fue al bosque y ¡pum! le cayó una ciruela en la cabeza.

—¡Ay! ¿Qué es esto? —se dijo muy asustado—. El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Voy de prisa a darle la noticia

Camina que camina se encontró con Gallina Fina:

—Buen día, Pollito Pito. ¿Dónde vas tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Voy de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al rey.

Y allá fueron los dos, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Gallo Malayo.

—Buen día, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey.

Y allá fueron los tres, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Pato Zapato.

—Buen día, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey.

Y allá fueron los cuatro, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Ganso Garbanzo.

—Buen día, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey.

Y allá fueron los cinco, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Pavo Centavo:

—Buen día, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia.

—Pues yo voy también a decírselo al Rey. Y allá fueron los seis, Pavo Centavo, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito, camina que camina, hasta que se encontraron con Zorra Cachorra.

—Buen día, Pavo Centavo, Ganso Garbanzo, Pato Zapato, Gallo Malayo, Gallina Fina y Pollito Pito. ¿Dónde van tan tempranito?

—El cielo se va a caer y el Rey lo debe saber. Vamos de prisa a darle la noticia. Entonces dijo la zorra relamiéndose los bigotes:

—Pues yo voy también a decírselo al Rey. Pero el camino es largo; vamos por el atajo. Pollito Pito y sus amigos contestaron:

—Zorra Cachorra, no te hagas la buena; sabemos que el atajo lleva a tu cueva. Zorra Cachorra, no somos bobos; vamos a ver al Rey, pero vamos solos.

Y los seis salieron volando. Y volando y volando llegaron al palacio del Rey:

—Escucha, Rey amado, el cielo se ha rajado. Mándalo a componer porque se va a caer. El Rey les dio las gracias con mucha amabilidad y a cada uno le regaló una medalla de oro, nuevecita.

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El canto del grillo

El canto del grillo Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en una pequeña aldea de Guatemala, un grillo solitario que vivía bajo la sombra de un árbol. El grillo era feliz cantando de noche y de día, pues sabía que su canto alegraba las vidas de los aldeanos.

Las mujeres, los hombres y los niños no necesitaban encender la tele o escuchar la radio para conocer el estado del tiempo; el variado repertorio del grillo era un mensaje directo de la naturaleza. Este anunciaba los días de sol y de lluvia, los vientos desencadenados y hasta los terremotos.

Los aldeanos se maravillaban con las proezas del grillo y comenzaron a adularlo:

—¡Qué hermoso cantas! ¡Qué necesario eres! ¡Sin ti no seríamos felices! —le decían al unísono.

Fue entonces, que el grillo comenzó a sentirse más importante que los demás:

—Mi canto no solo es hermoso, sino también necesario —pensó—. ¿Qué hago en un lugar tan pequeño y remoto como esta aldea en medio de la nada? ¡Debo encontrar una mejor audiencia! Ya lo sé, le cantaré al mar, al enorme e infinito mar.

El grillo empacó todas sus cosas y se dirigió hacia el mar apenas despidiéndose de los aldeanos.

El viaje fue muy largo y tomó muchísimos días. Pero comenzó a cantar tan pronto se acercó a la orilla. Sin embargo, el mar cantaba su propio canto y nunca se detenía.

El canto del mar era muy fuerte y ahogaba el cantar del pequeño insecto.

El grillo insistió en su canto por mucho tiempo, hasta comprender que su cantar nunca superaría el canto del mar:

—Regresaré a la aldea, no tendré una gran audiencia, pero mi canto es apreciado por todos —se dijo.

Al regresar no encontró lo que esperaba: sin su canto las mujeres y los hombres no sabían cuándo sembrar y cosechar. En tiempos de lluvia los niños llegaban empapados a sus casas, pues no empacaban sus sombrillas. La aldea era un lugar sombrío y triste.

En ese momento el grillo comenzó a cantar. Las mujeres, los hombres y los niños fueron felices de nuevo. También lo fue el grillo al saber que su canto era en realidad importante.

Moraleja: su audiencia era pequeña, pero su propósito era enorme.

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El león y el mosquito

El león y el mosquito Un león descansaba bajo la sombra de un frondoso árbol cuando un mosquito pasó zumbando a su alrededor. Enfurecido, el león le dijo al mosquito:

—¿Cómo te atreves a acercarte tanto? Vete, o te destruiré con mis garras.

Sin embargo, el mosquito era muy jactancioso y conocía bien sus propias habilidades y las ventajas de su diminuto tamaño.

—¡No te tengo miedo! —exclamó el mosquito—. Puedes ser mucho más fuerte que yo, pero tus afilados dientes y garras no me harán el menor daño. Para comprobarlo, te desafío a un combate.

En ese momento, el mosquito atacó al león picándolo en la nariz, las orejas y la cola. El león, aún más enfurecido a causa del dolor, intentó atrapar al mosquito, pero terminó lastimándose gravemente con sus garras.

Lleno de orgullo, el mosquito comenzó a volar sin mirar hacia a donde iba. Fue de esta manera que tropezó con una telaraña y quedó atrapado entre los hilos de seda. Entonces, se dijo entre lamentos:

– Qué triste es mi final; vencer al rey de todas las bestias y acabar devorado por una insignificante araña.

Moraleja: Ninguna victoria dura para siempre.

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El león y el ratón

El león y el ratón En un día muy soleado, dormía plácidamente un león cuando un pequeño ratón pasó por su lado y lo despertó. Iracundo, el león tomó al ratón con sus enormes garras y cuando estaba a punto de aplastarlo, escuchó al ratoncito decirle:

—Déjame ir, puede que algún día llegues a necesitarme.

Fue tanta la risa que estas palabras le causaron, que el león decidió soltarlo.

Al cabo de unas pocas horas, el león quedó atrapado en las redes de unos cazadores. El ratón, fiel a su promesa, acudió en su ayuda. Sin tiempo que perder, comenzó a morder la red hasta dejar al león en libertad.

El león agradeció al ratón por haberlo salvado y desde ese día comprendió que todos los seres son importantes.

Moraleja: No menosprecies a los demás, todos tenemos las cualidades que nos hacen muy especiales.

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El gigante egoísta

El gigante egoísta Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños iban a jugar al jardín del gigante. Este era un gran jardín encantador, cubierto de un césped suave y verde. Por aquí y por allá, había hermosas flores como estrellas, y melocotoneros que en la primavera estallaban en delicadas flores de color rosa y en otoño daban ricos frutos. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban con dulzura.

Un día, después de siete años de ausencia, el gigante regresó y encontró a los niños jugando en su jardín.

—¿Qué hacen aquí? —gritó con voz áspera. Y los niños salieron corriendo.

— Mi jardín es mi jardín—dijo el gigante—. No voy a permitir que nadie más que yo juegue en él.

Entonces construyó un muro alto alrededor del jardín y puso un letrero enorme que decía:

“Se prohíbe la entrada. Quien no cumpla será castigado ”.

Él era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños ahora no tenían dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero la carretera estaba muy polvorienta y llena de piedras y no les gustó. A menudo se reunían frente al muro a recordar el hermoso jardín oculto.

Luego llegó la primavera, y en todo el país había coloridas flores y pajaritos. Sin embargo, en el jardín del gigante egoísta todavía era invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Solo una vez una flor se asomó entre el césped, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra para quedarse dormida.

Los únicos que se sentían a gusto en el jardín eran la nieve y la escarcha:

—La primavera se olvidó de este jardín —dijeron—, así que nos quedaremos aquí el resto del año.

La nieve cubrió el césped con su manto blanco, y la escarcha pintó de plateado los árboles. Enseguida invitaron a su triste amigo, el viento del norte, para que pasara con ellos el resto de la temporada.

Con el viento del norte llegó el granizo y el invierno del jardín se hizo aún más blanco y frío.

-No puedo comprender cómo la primavera tarda tanto en llegar — decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana—. Espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegó, y tampoco el verano. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

Siempre fue invierno en la casa del gigante.

Una mañana, el gigante estaba en la cama todavía cuando escuchó una música muy hermosa. Era un pequeño jilguero cantando afuera de su ventana.

—Creo que la primavera ha llegado por fin —dijo el gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué crees que vio?

Él vio algo maravilloso. Los niños habían entrado al jardín a través de un pequeño agujero en la pared. Los árboles estaban tan contentos de tener a los niños de nuevo que se habían cubierto de flores. Los pájaros volaban y cantaban con deleite, y las flores se asomaban entre el verde césped y reían. Era una escena encantadora.

—¡Qué egoísta he sido! —dijo el gigante —Ahora sé por qué aquí nunca llegó la primavera. Derribaré la pared, y mi jardín será de los niños por los siglos de los siglos. El gigante se sentía realmente avergonzado de su egoísmo, así que tomó su hacha y derribó el muro.

Si algún día pasaras por el hermoso jardín, leerías un enorme cartel que dice:

Mantén el amor en tu corazón, una vida sin él es como un jardín sin sol…

Y también encontrarías a un gigante jugando con los niños en el lugar más hermoso que hayas visto en tu vida.

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Las 12 princesas bailarinas

Las 12 princesas bailarinas Érase una vez un rey que tenía doce hijas, ellas eran las más hermosas de todo el reino. Las doce princesas dormían juntas en una enorme habitación con doce camas alineadas. Cada noche, el rey cerraba la puerta de la habitación con dos cerrojos.

Sin embargo, al abrir la puerta en la mañana, notaba que los zapatos de las jóvenes estaban rotos como si hubieran bailado toda la noche.

El rey, perplejo, les exigió una explicación, pero las princesas permanecieron en silencio. Fue entonces que proclamó a sus súbditos que quien descubriera el misterio de los zapatos rotos, tendría la oportunidad de tomar en matrimonio a una de sus hijas y convertirse en el futuro rey. Pero debía hacerlo en el término de tres días. De lo contrario, sería desterrado del reino.

A los pocos días, un príncipe se presentó ante el rey dispuesto a descubrir la verdad. Él fue bien recibido y alojado con toda comodidad en la habitación contigua donde dormían las princesas. Pero el príncipe parecía tener párpados de plomo y se quedó dormido al instante. Por la mañana, se enteró de que las doce hijas del rey habían salido en medio de la noche y que las suelas de los zapatos estaban rotas. Lo mismo sucedió en la segunda y la tercera noche.

El príncipe fue desterrado sin compasión alguna. Muchos más después de él corrieron con la misma suerte.

En esto, un soldado que regresó de la guerra llegó a las puertas del palacio del rey. Resulta que, mientras viajaba por un bosque tuvo un encuentro con una anciana que le preguntó hacia dónde se dirigía.

—Ni yo mismo lo sé —respondió el soldado y en tono de broma añadió—: Quisiera descubrir el misterio de las doce princesas y convertirme en rey.

—Eso no es difícil —dijo la anciana—. El secreto está en no tomar nada que te ofrezcan las princesas y fingir que duermes.

Luego le dio una capa y le dijo:

—Cuando te pongas esto te volverás invisible y podrás seguir a las princesas.

El soldado recibió las mismas atenciones que todos los demás. Cuando se dispuso a dormir llegó una princesa a ofrecerle una copa de vino. Él se ató una esponja a la barbilla y dejó caer el líquido en ella.

Sin tomar ni una sola gota de vino, fingió dormir profundamente. Las princesas se rieron cuando lo escucharon roncar. Entonces, comenzaron a ponerse sus extraordinarios vestidos. Las jóvenes saltaban de alegría pensando en el baile al que acudirían, a excepción de la más joven, quien les dijo:

Sin tomar ni una sola gota de vino, fingió dormir profundamente. Las princesas se rieron cuando lo escucharon roncar. Entonces, comenzaron a ponerse sus extraordinarios vestidos. Las jóvenes saltaban de alegría pensando en el baile al que acudirían, a excepción de la más joven, quien les dijo:

Antes de partir, las princesas le dieron unos golpecitos al soldado y él no se movió. La hermana mayor tocó su cama. Inmediatamente se hundió bajo el piso, y todas bajaron por la abertura a través de una escalera, una tras otra, la mayor guiando el camino. El soldado vio todo y, sin dudarlo, se puso la capa y siguió a la más joven. A la mitad de la escalera le pisó el vestido. Asustada, la más joven gritó:

—¿Quién está ahí? ¿Quién pisó mi vestido?

Las otras no hicieron caso a los gritos y siguieron el camino hasta llegar a un magnífico bosque de árboles cuyas hojas de plata brillaban esplendorosamente. El soldado pensó para sí mismo: “Será mejor que tome alguna prueba, ” y rompió una ramita.

La más joven escuchó el crujido y volvió a gritar:

—Algo no está bien. ¿Escucharon ese sonido?

La hermana mayor respondió:

—No pasa nada, ese debe ser el saludo alegre de nuestros príncipes.

Luego llegaron a un segundo bosque donde los árboles eran de oro, y finalmente a un tercero, en que eran de diamantes claros. El soldado rompió una ramita de cada uno de ellos. Los crujidos asustaron a la más joven, pero la mayor insistió en que solo se trataba de saludos alegres.

Las princesas continuaron el camino hasta llegar a un gran cuerpo de agua. En ese lugar se encontraban doce barcos y en cada barco había un apuesto príncipe esperándolas. Cada príncipe invitó a una princesa a abordar su barco. El soldado se subió al barco de la más joven. Notando el cambio de peso, el príncipe dijo:

—No sé por qué el bote es mucho más pesado hoy. Tengo que remar con todas mis fuerzas para llegar a nuestro destino.

Al cabo de unos minutos, llegaron a un castillo iluminado con música alegre de timbales y trompetas. Cada princesa bailó con un príncipe. El soldado invisible también bailó. La princesa más joven seguía sintiéndose muy incómoda, pero nadie le prestaba atención. A las tres de la madrugada se marcharon cuando los zapatos estaban hechos trizas y no podían seguir bailando.

Los príncipes remaron de regreso al bosque. Esta vez, el soldado se sentó junto a la mayor en el primer barco. Las princesas se despidieron de sus príncipes y prometieron volver a la noche siguiente.

El soldado subió la escalera antes que las princesas y se fue a su cama. Cuando las doce princesas entraron a la habitación, volvió a roncar tan fuerte que todas pudieron escucharlo.

—¡De este nos hallamos seguras! —se dijeron entre sí.

Luego se quitaron sus hermosas ropas y las guardaron, colocaron sus zapatos gastados debajo de sus camas y se fueron a dormir.

A la mañana siguiente, el soldado no dijo nada; quería volver a participar de las magníficas fiestas. Todo sucedió como la primera vez, las princesas bailaron hasta estropear sus zapatos. Sin embargo, a la tercera noche, el soldado se llevó una copa como prueba.

Cuando llegó la hora en que debía rendir cuentas al rey, el soldado trajo las tres ramitas y la copa. Las doce princesas se pararon detrás de la puerta y escucharon lo que él tenía que decir.

El rey le preguntó:

—¿Dónde han estropeado mis hijas sus zapatos?

A lo que el soldado respondió:

— Bailando con doce príncipes en un palacio subterráneo.

Luego relató toda la historia y presentó las pruebas. El rey convocó a sus hijas y les preguntó si el soldado había dicho la verdad. Al ver que habían sido descubiertas, tuvieron que admitirlo todo.

En ese momento, el rey le preguntó al soldado con cuál de sus hijas quería casarse. El soldado respondió:

—Yo no soy joven, así que prefiero casarme con la princesa mayor.

Su boda se celebró el mismo día, el rey lo nombró heredero del trono. En cuanto a los príncipes, quedaron encantados durante tantos días como noches habían bailado con las princesas.

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Cuento de la gallinita roja

Cuento de la gallinita roja Érase una vez una gallinita roja que encontró un grano de trigo.

—¿Quién plantará este grano? —preguntó.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

Y plantó el grano de trigo y este creció muy alto.

—¿Quién cortará este trigo? —preguntó la gallinita roja.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

—¿Quién llevará el trigo al molino para hacer la harina? —preguntó la gallinita roja.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

Llevó el trigo al molino y más tarde regresó con la harina.

—¿Quién amasará esta harina? —preguntó la gallinita roja.

—Yo no —dijo el perro.

—Yo no —dijo el gato.

—Yo no —dijo el cerdo.

—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

La gallinita amasó la harina y luego horneó el pan.

—¿Quién se comerá este pan? —preguntó la gallinita roja.

—Yo —dijo el perro.

—Yo —dijo el gato.

—Yo —dijo el cerdo.

—No, me lo comeré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!

Y se comió todo el pan.

Moraleja: No esperes recompensa sin colaborar con el trabajo.

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El regalo de la princesa

El regalo de la princesa Érase una vez una pequeña princesa que al cumplir los diez años tuvo una fantástica fiesta. Había músicos, flores, helado de fresa y pasteles con glaseado rosa. Los invitados trajeron los más maravillosos regalos.

El rey, su padre, le regaló un poni blanco con una cola larga y un arnés azul plateado. La reina, su madre, la sorprendió con una vajilla de oro para sus muñecas. Había muchos regalos hermosos: un anillo de piedras preciosas, una docena de vestidos de seda, un ruiseñor en una jaula de oro; pero todos esperaban saber cuál sería el regalo del hada madrina de la pequeña princesa.

Igualmente, especulaban cómo llegaría a la fiesta, pues el hada era impredecible. Algunos decían que llegaría volando con sus alas doradas, otros, la imaginaban sobre el palo de una escoba. Pero para la fiesta de la princesa, el hada llegó a pie, con un vestido rojo y delantal blanco. Sus ojos brillaron cuando le entregó su regalo a la princesa. El regalo era muy extraño: ¡solo una pequeña llave negra!

—Esta llave abrirá una pequeña casa al final del jardín, ese es mi regalo de cumpleaños— dijo el hada madrina—. En la casita encontrarás un tesoro.

Entonces, tan repentinamente como había llegado, el hada madrina se había marchado con una sonrisa entre los labios.

Los invitados se preguntaban acerca de la casita, algunos de ellos fueron al final del jardín para verla. Sin embargo, lo que encontraron fue una pequeña cabaña con techo de paja, limpia y ordenada, pero ordinaria. Así que alzaron la nariz y regresaron al castillo.

—¡Qué regalo tan corriente y pobre! —dijeron.

La pequeña princesa puso la llave en su bolso de seda y se olvidó de ella por el resto de la fiesta. Al final, decidió visitarla.

La casita despertaba su curiosidad, porque era muy diferente a su castillo. El castillo tenía grandes ventanas de colores, pero la casita tenía geranios carmesíes que colgaban de las ventanas y cortinas blancas.

Entonces, abrió la puerta y entró. El castillo tenía muchas habitaciones, grandes y solitarias, pero la casita tenía una habitación, pequeña y muy acogedora. Allí encontró una chimenea cuyo fuego parecía bailar al son del agua que burbujeaba en un pequeño fogón.

La mesa estaba puesta para el té. Era un té común, acompañado de pan blanco, mantequilla, miel y leche. La princesa se sentó a tomar el té.

—Qué agradable era la casita— pensó—. ¡Qué inusualmente hambrienta estaba!

Aunque podía degustar los más exquisitos manjares en su castillo; en su propia casita descubrió que nada era tan delicioso como el pan con mantequilla, y que su leche sabía tan dulce como la miel.

Después del té, la princesa notó en un rincón de la casita, una máquina de coser con tela de lino y se puso a coser. El fuego de la chimenea bailó, el agua del fogón cantó y la máquina de coser zumbó alegremente. Fue tan maravilloso ese momento en la casita, que la princesa también comenzó a cantar. Ella cantaba como un pajarito, sin embargo, nunca antes lo había intentado.

—Te escuché cantar y me detuve—dijo una voz muy suave.

La princesa vio a un niño de su misma edad. Su cara era muy agradable, pero estaba vestido con ropa harapienta. Su camisa estaba tan llena de agujeros que apenas cubría su espalda.

—¿Qué estás cosiendo? — le preguntó.

La princesa no sabía hasta ese momento qué estaba cosiendo, pero lo comprendió de inmediato.

—Estoy cosiendo una camisa nueva para ti — respondió.

—¡Oh, gracias! — dijo el niño sonriendo.

Entonces, la pequeña princesa pensó en lo que había dicho su madrina:

—En la casita encontrarás un tesoro.

En la casita no había oro, ni nada de lo que ella consideraba un tesoro. Pero su corazón también cantaba. Eso lo era todo; su hada madrina le había dado el regalo de un corazón contento.